de Anna Scicolone, desde Madrid
Aunque hayan transcurrido años, me acuerdo tan bien de aquel jardín como si la última vez que lo hubiera visto, hubiera sido ayer.
En realidad, tampoco me acuerdo la razón por la que tanto me gustaba, quizás sea que el motivo de tanto encanto se encuentre y se radique en las emociones y las sensaciones de una niña.
Un pequeño trozo de terreno, circundado por un lago era para mí el paraíso. Me acuerdo de que había un árbol con el tronco pequeño y una gran melena verde, dentro de la cual se entrelazaban sus ramas.
Cuando el cielo estaba completamente despejado, la imagen del gran árbol se reflejaba en las aguas de cristal del lago, mientras la hierba del prado asumía el color de la esmeralda.
Solía refugiarme a la sombra del árbol cuando mis pensamientos, negros igual que las nubes en un día de lluvia intensa, estaban a punto de anunciar una tormenta del alma.
Sólo allí, en soledad y bajos los grandes brazos del árbol, me sentía protegida. Y finalmente llegaba a encontrar un momento de paz, un sentido de tranquilidad indescriptible que me proporcionaba la ocasión para sentirme yo misma parte de esa naturaleza tan bonita. Y tan tranquilizadora.
Luego me bañaba en el lago, como si quisiera olvidarme y borrar de mi cuerpo el recuerdo de los momentos que me habían llevado a esconderme en mi jardín secreto.
Ya, porque eso era mi jardín secreto, el lugar sigiloso y prohibido que cada niño tiene y que suele protegerlo del paso contaminante de los adultos.
Como podía ver mi jardín secreto solamente durante el verano, a menudo me lo imaginaba en otros periodos del año. En otoño debería de estar estupendo – pensaba yo – con las aguas del lago grises y brillantes igual que la plata y mi árbol, ya con pocas y esporádicas hojas, que se mueven lentamiente al soplar la primera brisa otoñal.
Leave a Reply
Your email address will not be published. Required fields are marked (required)