di Anna Scicolone da Madrid
Érase una vez, en la cuenca mediterránea de Europa, un hermoso país nacido hace muchos siglos cuya capital fue el centro político y cultural de la civilazación occidental, siendo hogar de muchas culturas europeas. He aquí el principio ideal y romántico para llevar a cabo un cuento de hadas. Sin embargo, pese a la magia que caracteriza el íncipit, este breve texto que se va a exponer a continuación deja a un lado las hadas para, en cambio, hacer hincapié en un rasgo de la historia de ese país en que dominan monstruos y vampiros. Italia, patria de la cultura más antigua, cuna del saber más sofisticado, se ha vuelto en tiempos recientes el país en el que las polémicas y las controversias de matiz cultural, económica y política despiertan la atención de los ciudadanos, proporcionándoles asombro y curiosidad a la vez. En esta escala de valores, que no se analizan según un orden exacto y disciplinado, sino según sean cuestiones candentes y llamativas, se destaca, entre el estupor de muchos, el tema de la enseñanza de la historia contemporánea en la escuela primaria y secondaria. Dejemos al lado, por lo menos de momento, el caso de la enseñanza académica. Tema, éste, más que “candente” que comportaría, quizá, un análisis incómodo y juicios de valoraciones fuera del lugar. Hay que ser políticamente correctos…
Sin embargo, hay que aclarar algunas cuestiones relacionadas con la enseñanza de la historia contemporánea. En Italia, los políticos debaten sobre los límites que hay que poner a la enseñanza de esta disciplina. El asunto se vuelve peligrosamente interesante al notar que existe cierta categoría de gente, académicamente formada, culta, que, en virtud y en el respeto de la primera cláusula de la de la Constitución italiana, intenta, por suerte en balde, afirmar e imponer su propia discutible opinión, aunque en la mayoría de los casos se encuentre en minoría. Entre tantos hechos candentes que tienen en vilo la pobre alma de Italia, se destaca uno particularmente interesante: hace poco tiempo, alguien pensó en quitar de los programas de historia una parte relevante de la evolución – o involución, creo estaría mejor dicho – humana en el siglo XX. El caso es que la propuesta, hecha quizá para evitar penas y sufrimientos a los niños además que una mole significativa de páginas por estudiar, ponía en tela de juicio la misma historia.
Solía escucharse, en el Bel País, que el nazismo sólo fue un artificio, hábil paráfrasis para decir “inexistente”, igual que “inexistente” era el adjetivo que, en timpos recientes, iba acompañándose a la locución “campo de concentración”. Todo eso encontró una dramática resolución en la palabra “negacionismo”. Palabra que, no cabe ninguna duda, suena a pseudo-revisionismo y tiene todos los presupuestos para decretar la condena a muerte de la memoria histórica. Eso es lo que nos imponen los dictámenes de la política, o por lo menos de una parte de ella.
En otros términos, ese proyecto “didáctico”, avalado por el Ministerio de la Pública Instrucción, no tenía otro objetivo sino borrar de la memoria colectiva la memoria de las muchísimas víctimas de aquel trágico episodio de la historia. Que eso sea una ofensa para quienes han sobrevivido mental y físicamente al horror de las cámaras de gas era, quizás, algo que no tenía mucha importancia.En el fondo, las cuestiones que afectan al espíritu, es decir, lo sentimental, siempre merecen estar en una categoría de segundo nivel.
Frente a semejante propuesta¿cuál sería la manera más adecuada de reaccionar? ¿Cómo se puede abolir de los libros de historia una parte tan significativa y tan tristemente llamativa del recorrido del hombre?
Si hay que aprender del pasado, en la esperanza, débil esperanza, de que los crímenes no vuelvan a repetirse ¿por qué no dar a conocer uno de los genocidios más aberrantes que los seres humanos han cometido? Pues la respuesta parece evidente; hay que eliminar cada elemento que presente matices incómodas o que evoque un pasado igualmente incómodo. Los niños de hoy, serán los hombres de mañana; hombres que habrán crecido sin conocer el porqué de tanto odio y tanto rencor por parte de aquella gente que vive en la zona sureste de Europa. Hay que negarse al negacionismo, sin hacerse demasiadas preguntas. Las preguntas necesitarían, inevitablemente, de una respuesta. Y hay cosas a las que no se debe y no se puede contestar, ya que en el fondo hace falta ser políticamente correctos. Érase una vez un hermoso país en la cuenca mediterránea de Europa. Un país que, pese a su esplendor cultural originario, acabó por volverse, bajo el gobierno de actores cómicos,prototipo natural del ocaso de la civilización.
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